Un poema de Roberto Fernández Retamar

El poeta, ensayista y profesor universitario, Roberto Fernández Retamar (La Habana, 1930), director de Casa de las Américas (Cuba), se encuentra en Colombia, invitado al X Seminario Internacional de Estudios del Caribe, que organiza la Universidad de Cartagena por intermedio de su Instituto Internacional de Estudios del Caribe, bajo la dirección del Dr. Alfonso Múnera Cavadia. El lunes 25 dará apertura al Seminario con una recital. De él es este poema, titulado "¿Y Fernández?".

¿Y Fernández?

Ahora entra aquí él, para mi propia sorpresa.
Yo fui su hijo preferido, y estoy seguro de que mis hermanos,
Que saben que fue así, no tomarán a mal que yo lo afirme.
De todas maneras, su preferencia fue por lo menos equitativa.
A Manolo, de niño, le dijo, señalándome a mi .
(Me parece ver la mesa de mármol del café Los Castellanos
Donde estábamos sentados, y las sillas de madera oscura.
Y el bar al fondo, con el gran espejo, y el botellería
Como ahora sólo encuentro de tiempo en tiempo en películas viejas):
"Tu hermano saca las mejores notas, pero el más inteligente eres tú "
Después, tiempo después, le dijo, siempre señalándome a mí:
"TU hermano escribe las poesías, pero tú eres el poeta ". En ambos casos tenía razón, desde luego, Pero qué manera tan rara de preferir.
No lo mató el hígado (había bebido tanto: pero fue su hermano Pedro quien
enfermó del hígado).
Si no el pulmón, donde el cáncer le creció dicen que por haber fumado sin reposo.
Y la verdad es que apenas puedo recordarlo sin un cigarro en los dedos que sé
le volvieron amarillentos,
Los largos dedos en la mano que ahora es la mano mía.
incluso en el hospital, moribundo, rogaba que le encendieran un cigarro.
Sólo un momento. Sólo por un momento.
Y se lo encendíamos. Ya daba igual.
Su principal amante tenía nombre de heroína shakesperiana,
Aquel nombre que no se podía pronunciar en mi casa.
Pero ah i terminaba (según creo) el parentesco con el Bardo.
En cualquier caso. su verdadera mujer (no su esposa, ni desde luego su señora)
Fue mi madre. Cuando ella salió de la anestesia, después dé la operación de la
que moriría,
No era él, sino yo quien estaba a su lado.
Pero ella, apenas abrió los ojos, preguntó con la lengua pastosa: "¿Y Fernández?"
Ya no recuerdo qué le dije. Fui oí teléfono más próximo y lo llamé.
El, que había tenido valor para todo, no lo tuvo para separarse de ella.
Ni para esperar a que se terminara aquella operación.
Estaba en la casa. solo, seguramente dando esos largos paseos de una punta a otra
Que yo me conozco bien, porque yo los doy; seguramente
Buscando con mano temblorosa algo de beber, registrando
A ver si daba con la pequeña pistola de cachas de nácar que mamá le escondió,
y de todas maneras
Nunca la hubiera usado para eso.
Le dije que mamá había salido bien, que había preguntado por él, que viniera.
Llegó azorado, rápido y despacio. Todavía era mi padre, pero al mismo tiempo
Ya se había ido convirtiendo en mi hijo.
Mamá murió poco después, la valiente heroína.
Y él comenzó a morirse como el personaje shakesperiano que sifué.
Como un raro, un viejo, un conmovedor Romeo de provincia
(Pero también Romeo fue un provinciano).
Para aquel trueno, toda la vida perdió sentido. Su novia
De la casa de huéspedes ya no existía, aquella trigueñita
A la que asustaba caminando por el alero cuando el ciclón del 26;
La muchacha con la que pasó la luna de miel en un hotelito de Belascoain.
Y ella tembló y lo besó y le dio hijos
Sin perder el pudor del primer día,
Con la que se les murió el mayor de ellos, "el niño " para siempre,
Cuando la huelga de médicos del 34;
La que estudió con él tas oposiciones, y cuyo cabello negrísimo se cubrió de canas,
Pero no el corazón, que se encendía contra las injusticias,
Contra Machado, contra Batista: la que saludó la revolución
Con OJOS encendidos y puros, y bajó a la tierra
Envuelta en la bandera cubana de su escuelita del Cerro, la escuelita pública
de hembras
Pareja a la de varones en la que su hermano Alfonso era condiscípulo de Rubén
Martínez Villena;
La que no fumaba, ni bebía ni era glamorosa ni parecía una estrella-de cine,
Porque era una estrella de verdad:
La que, mientras lavaba en el lavadero de piedra,
Hacía una enorme espuma, y poemas y canciones que improvisaba
Llenando a sus hijos de una rara mezcla de admiración y de orgullo, y también
de vergüenza,
Porque las demás mamas que ellos conocían no eran así
(Ellos ignoraban aún que toda madre es como ninguna, que toda madre,
Según dijo Martí, debiera llamarse maravilla).
Y aquel trueno empezó a apagarse como una vela.
Se quedaba sentado en la sala de la casa que se había vuelto enorme.
Las ¡aulas de pájaros estaban vacías. Las ramas del patio se fueron secando.
Los periódicos y las revistas se amontonaban. Los libros se quedaban sin leer.
A veces hablaba con nosotros, sus hijos,
Y nos contaba algo de sus modestas aventuras.
Como si no fuéramos sus hijos, sino esos amigó les suyos
Que ya no existían, y con quienes se reunía a beber, a conspirar, a recitar,
En cafés y bares que ya no existían tampoco.
En vísperas de su muerte, leí al fin El Conde Montecristo junto al mar, Y pensaba que lo leía con los ojos de él,
En el comedor del sombrío colegio de curas
Donde consumió su infancia de huérfano, sin más alegría
Que leer libros como ese, que tanto me comentó.
Así quiso ser él fuera del cautiverio: justiciero (más que vengativo) y gallardo.
Con algunas riquezas (que no tuvo, porque fue honrado como un rayo de sol,
E incluso se hizo famoso porque renunció una vez a un cargo cuando supo que había
que robar en él).
Con algunos amores (que sí tuvo. afortunadamente, aunque no siempre le resultaran
Bien al fin).
Rebelde, pintoresco y retórico como el conde, o quizás mejor
Como un mosquetero. No sé. Vivió la literatura, como vivió las ideas, las palabras.
Con una autenticidad que sobrecoge.
Y fue valiente, muy valiente, frente a policías y ladrones,
Frente a hipócritas y falsarios y asesinos.
Cosí en las últimas horas, me pidió que le secase el sudor de la cara,
Tomé la toalla y lo hice, pero entonces vi
Que le estaba secando las lágrimas. El no me dijo nada.
Tenía un dolor insoportable y se estaba muriendo. Pero el conde
Sólo me pidió, gallardo mosquetero de ochenta o noventa libras.
Que por favor le secase el sudor de la cara.

Comentarios

  1. Ahora, después de leer este bello poema, descubro que hacía mucho tiempo no leía algo del gran Fernández Retamar. Hombre bello al que conocí un día no muy lejano de 1995 en su Casa. Gracias por compartirlo, Isaías.
    Un abrazo

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  2. Que poema tan hermoso,me trae a la memoria uno de Eduardo Cote Lamus que se llama Madre en mis Cosas.

    Gracias Isaias.

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